Pescadores de Aguadilla, Aguada y Cabo Rojo cuentan las vicisitudes que pasan a diario por carecer de ayudas por parte de las agencias pertinentes. (Cortesía Ricardo Alcaraz)
Ramón, a quien apodan ‘Moncho’ y funge como administrador de la Asociación, no fue el único que quedó sin sustento para su familia. La villa agrupaba a 14 pescadores. Ese era su único trabajo. “Vivían de la pesca todos. Ahora están en sus casas, no hallan qué hacer”, lamentó. Las olas, que según el hombre alcanzaron los 50 pies, destrozaron las artes de pesca, siete embarcaciones, el ranchón donde guardaban las yolas, los refrigeradores, la planta eléctrica y la edificación donde almacenaban los motores. La cafetería, que también servía como restaurante, quedó inclinada hacia la playa y a ratos recibe un beso del vaivén de las olas.
Ramón “Moncho” Blas Román pesca desde sus 14 años. Es su modo de vida, su sustento. “Ahora se acabó, hasta que nos levantemos de nuevo”, dijo con su mirada fija en las ruinas de la villa pesquera. (Cortesía Ricardo Alcaraz)
“Hasta ahora, yo no he visto ni al alcalde por aquí, ni a FEMA [Agencia Federal para el Manejo de Emergencias]. Yo no he visto a nadie. Solo se nos acercó [el Departamento de] Agricultura, que iba a venir a bregar con nosotros, pero hasta el día de hoy yo no he visto nada”, denunció Moncho.
La visita del secretario de Agricultura, Carlos Flores Ortega, a Crash Boat –originalmente conocida como Playuela– no fue del agrado de los pescadores, pues funcionarios de la agencia insinuaron que parte de la culpa del desastre fue por negligencia.
“Nosotros hablamos con Agricultura y nos dijo que por qué no sacamos los botes, pues si sabíamos que venía un huracán para acá. No nos dijo más na’. Pero qué sabíamos nosotros que iba a llegar hasta ahí porque nunca había llegado, el mar nunca había llegado ahí, es la primera vez. Por eso los dejamos en la playa”, contó el administrador de la villa pesquera. Antes del fenómeno atmosférico, la edificación se encontraba a unos 300 pies de la playa.
Los pescadores han intentado hacer gestiones para conseguir ayudas, “estamos corriendo a todas las agencias del gobierno. Hemos ido como a tres oficinas de Agricultura”, pero los esfuerzos han sido infructuosos. Se han tenido que conformar con el desempleo por desastre otorgado por FEMA.
“Nadie de aquí, del Gobierno de Puerto Rico, se ha acercado a nosotros. Solo han venido los americanos a abastecernos de agua y a traernos comida. Nadie del País, ‘nacarile’, nadie ha venido”, criticó Moncho.
Antes del paso del huracán, la estructura se encontraba a unos 300 pies del agua. El mar nunca le había alcanzado. Hoy, lo que un día fue una cafetería, se balancea al ritmo de las olas. (Cortesía Ricardo Alcaraz)
“Del huracán para acá no estamos pescando. No podemos salir, nos rompió todos los botecitos. Todas las yolas de los pescadores se rompieron. La lancha mía está enganchada en el carretón, lo partió. No se puede hacer na’ porque a quién le vamos a vender pesca’o. No hay a quién venderle. Luz no tenemos, la planta que nosotros teníamos ahí se nos dañó. El mar se metió dentro del edificio y la ensopó. Los freezers los perdimos, todos los freezers. El walking freezer se dañó, era donde almacenábamos los pesca’os”, soltó resignado.
En los refrigeradores habían más de tres mil libras de pescado de caritas, chillo, colirubias, bonitos, mero cherna. “Yo vendía la libra a $6.50, imagínate”. Todo se perdió. Por tal, los pescadores solicitan alguna ayuda económica que se genere a través del Departamento de Recursos Naturales y Ambientales (DRNA) o el Departamento de Agricultura, a quien le pertenece la villa pesquera. “[Los marineros] no están generando dinero. Quizás una ayuda pa’ que puedan bregar en los botes. Ahora mismo no tienen el dinero para arreglar los botes”, añadió.
El desastre fue aún mayor cuando horas posteriores al paso del huracán llegaron al lugar otros pescadores que no son socios para saquear. Moncho los vio y afirma que se llevaron los motores y los abanicos de los freezers. También se robaron el cobre. “Acabaron con eso ahí. Se iban a llevar la planta, suerte que yo llegué a tiempo por la noche, como eso estaba a oscuras. Se hizo una querella. Se creían que eso era día de fiesta saboteando todo lo que había”, dijo.
A pesar de la tragedia, Moncho sonríe. Quizás porque el mar y el sol siempre son una buena razón para hacerlo, aunque no se pueda disfrutar de ello y solo quede mirarlos. Él los conoce bien, desde sus 14 años cuando su padre, también pescador, le enseñó el arte de cazar criaturas marinas. Su madre murió cuando él nació, hace 74 años. Crió a sus cinco hijos con el agua salá’, tres hembras y dos varones. Ángela, la mayor de las hijas, le acompaña a pescar. Moncho lo disfruta, es su vida, suelta. “Ahora se acabó, hasta que nos levantemos de nuevo, pero se va a coger un tiempito”.
Moncho tiene la piel tostada por el sol. Habla con una sonrisa, como si la playa le hubiese endulzado la vida. Hace nueve meses administra la Asociación de Pescadores de Aguadilla. Tiene la encomienda de un trabajo duro: su restauración. (Cortesía Ricardo Alcaraz)
“LA VENTA ESTÁ MUERTA”
A unas millas de Aguadilla, en el Barrio Espinar de Aguada, la pescadería Belmaris Delmar corrió con una suerte distinta. No sufrieron daños significativos en su estructura a pesar de estar localizados a orillas de la playa. Sin embargo, eso no les ha salvado de las calamidades.
Allí, Juan Carlos Ayala González intenta salir a flote con su pescadería y con el restaurante La Casa del Dorado. Tiene una planta eléctrica que lo ayuda a subsistir, pero no le es suficiente, pues “la venta está muerta”.
“Yo estoy sobreviviendo por el negocio, de la gente que viene a comer que ha sido la mitad, el comercio bajó a la mitad. Aquí dependían 23 que trabajaban conmigo, ahora tuve que cortarlos, no hay ni 12”, comentó Ayala González.
La pescadería también era el sustento de unos diez pescadores que no han podido salir al mar, pues las bajas ventas de pescado por los pocos negocios que quedaron en pie, sumado a la falta de energía eléctrica en los restaurantes, no hacen costo efectivo el trabajo. “Eso es lo que nos está matando: la luz”, achacó. Tras el paso de María, el propietario aseguró que ha perdido más de $30 mil.
“[Los pescadores] dependen de esto. [Necesito] que el comercio se estabilice porque si no compran pesca’o, ¿qué vamos a hacer con el pesca’o?”, cuestionó el hombre quien lleva ocho años en el lugar.
“NO HAY MAL QUE DURE CIEN AÑOS”
Al menos, en Villa La Mela en Cabo Rojo, un hombre les compra la pesca y se la vende a los pocos restaurantes que están operantes en la zona de Joyuda. La villa pesquera del lugar reúne unos 20 pescadores, pero solo están saliendo al mar dos y un buzo. La pesca tampoco abunda en la zona.
“Todos los días bajamos los mismos, hay muchos que están con una dejadez, no aparecen, ni vienen ni siquiera a saludarnos”, contó Ángel Luis “El Negro” Medina quien zarpó hace unos días y apenas logró pescar unas 20 libras.
La mirada de Ángel Luis “El Negro” Medina refleja sentimientos encontrados. Tristeza e impotencia, por un lado, pero un halo de esperanza se impone. Lo acentúan sus palabras. (Cortesía Ricardo Alcaraz)
Igualmente, quedó la Asociación de Pescadores Pargo de Profundidad en el Barrio Barrero en Rincón donde el edificio en el que se limpiaban los pescados sucumbió a las marejadas ciclónicas y quedó como barcaza encallada en la arena. La estructura continua permanece erguida, pero la entrada al lugar quedó disgregada.
Al momento de la visita –organizada por Jannette Ramos García, coordinadora del proyecto “¡Come pez león!” del Programa Sea Grant de la Universidad de Puerto Rico en Mayagüez– no habían pescadores en el área.
Una estructura encallada en la arena. Un edificación, que servía para el lavado de peces, que colapsa por el paso de María. Con ella, la vida de decenas de pescadores está en riesgo. (Cortesía Ricardo Alcaraz)
A falta de ayudas por parte de las agencias pertinentes, Eusebio Rodríguez —pescador de la asociación hace 20 años— fue al Departamento de Agricultura a reclamar por una embarcación de su propiedad a la que se le rompió un lado, se le despegó la capota y se le dañó el motor. Sin embargo, la única orientación que recibió fue que debía llevar dos estimados. Tampoco le dijeron qué recibiría a cambio si lo hacía.
Eusebio Rodríguez pesca hace más de 20 años. Sabe lo que es el trabajo duro. No está para las burocracias. A pesar del desastre, se enrolló las mangas y reparó su bote. Con su amigo reparó el muelle. Porque la vida sigue. (Cortesía Ricardo Alcaraz)
Parece que ser pescador es sinónimo de fe. De eso viven, de la esperanza.
“Yo espero que esto se vaya normalizando ya por lo menos antes de un mes… Estamos locos porque esto pase a ver si empezamos a pescar de lleno otra vez… Como dice el refrán: ‘no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista’”, lanzó El Negro.
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Original del publicado en Diálogo.
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