Tiene 81 años y ahora es que va a descansar, asegura don Juan, administrador del área norte del Jardín Botánico de la Universidad de Puerto Rico (Glorimar Velázquez / Diálogo). |
Por el Jardín Botánico norte se pasea un hombre con gorra,
algo encorvado, de paso lento, con sonrisa en el rostro. Ese hombre, tan
trabajador como sabio, es su administrador, le llaman don Juan. De don Juan se
podrían decir muchas cosas. Por ejemplo, que su nombre completo es Juan Alberto
Rodríguez Rosado; que tiene 81 años, que lleva trabajando más de medio siglo; y
que ahora, tras muchas, muchísimas, largas jornadas de servicio y dedicación, es
que se va a descansar.
“He trabajado toda mi vida”, dice don Juan. “Me da pena
retirarme, pero es demasiado ya”, expresa -más que con su boca- con su cara, algo
acongojada, con sus manos bondadosas y con sus ojos, esos mismos ojos que han
visto el desarrollo del área norte del Jardín Botánico de la Universidad de
Puerto Rico (UPR) en donde ha ofrecido sus últimos 21 años al servicio de
todos.
Y cuando decimos al servicio de todos no exageramos.
Y es que Don Juan comenzó en el sistema UPR allá para el
1995, por invitación del propio presidente de aquel entonces, Norman Maldonado.
Desde ese momento, no ha parado de estar vigilante para que todo funcione bien,
es más, antes de realizar la entrevista pidió unos minutos pues “estaba
arreglando las últimas tarjetas [de asistencia] para irlas a entregar”.
Para el 95, unas lluvias dañaron todo el edificio y don Juan
estuvo aquí ayudando a trasladarlo todo a unos vagones que fueron habilitados
como espacio temporal. Después, en el 98, para cuando aquel huracán -que bautizaron
con el nombre de George- azotó la Isla, “estaba yo precisamente con el
presidente y vinimos en un jeep chequeando todas las áreas”, narró.
Cuando a algún empleado se le quedan las llaves dentro de la
oficina, lo llaman y don Juan deja lo que esté haciendo -aunque esté en su
casa- y viene para resolver. “Cuando tengo un catarro fuerte y si me necesitan,
aquí estoy yo”, añade ese hombre, a quien de tanto trabajar, ya ambas rodillas
le fueron reemplazadas.
Don Juan no tacañea. Cuando cualquier artefacto se avería en
el edificio y no puede esperar, él va, lo compra de su billetera, lo trae y lo
monta. Y asegura, “lo importante era que funcionara, rápido, que no se quedara
ahí parada la cosa. Después para cobrarlo se necesita a Dios y su ayuda”, ríe a
carcajadas y continúa, “mucho dinero que no ha vuelto para atrás, mucho. Pero
nada, todo porque se mantenga bien el edificio. Yo no escatimo en eso”.
Así, con la sabiduría de quien ha vivido mucho tiempo y ha
podido ver más allá, añade, “yo siempre brego con eso porque a mí, las
instituciones que quieren echar para adelante y no tiene el dinero, pues eso me
duele, tú sabes, botando el dinero en otras cosas. Tú sabes cómo es el
gobierno”.
Por tal razón, a las 5:30 de la mañana don Juan ya anda por
los predios del Jardín Botánico para verificarlo todo. Empieza por el primer
edificio que se encuentra por la urbanización Villa Nevares. Coteja que todas
las cisternas estén trabajando. Entonces, pasa al preescolar para comprobar que
no hay anomalías. Y cuando está todo bien, llega al edificio de la Editorial
para constatar que todo anda funcionando, estar pendiente de la empleomanía, de
los conserjes, verificar la asistencia y ubicarlos para el trabajo diario.
“De ahí para abajo es empezar a buscar las cosas que hay que
comprar, buscar subastas, conseguir todos los productos. Todo eso me toca a
mí”, afirma.
Y en ese trajín mañanero, la parada en la oficina de Diálogo
es esencial. “Me encanta el café y más como lo hacen allá en Diálogo”, dice
sonriendo, “yo con ellos no tengo cuentas, yo siempre los he ayudado, siempre
he estado al frente, si hay un problema, aquí estoy yo”.
Con quien sí tiene cuentas es con el ingeniero que construyó
el Centro de Desarrollo Preescolar inaugurado en el 2005. “Déjame decirte, ese
edificio no fue supervisado bien por la junta de planificación de la
Universidad. ¿Tú sabes lo que es eso? Preparan una cocina para hacer los
alimentos de los niños y que falte la tubería de agua caliente, que se
olvidaron ponerla. Fíjate tú, una cosa tan importante”, lamenta.
Más de medio siglo de trabajo
Pero cuando se ama lo que se hace, no hay excusa que valga,
ni impedimentos que malogren tu trabajo. Así lo evidencia la vida de don Juan.
Más de medio siglo de trabajo arduo.
“El primer trabajo mío, de jovencito, que cogí yo fue en una
fábrica de mahones, que para ese tiempo eran un hit, al lado de la fábrica Goya y allí teníamos dos edificios
enormes”, recuerda como si hubiese sido ayer y no a sus 20 años que fue cuando
sucedió.
Luego de estar más de 30 años en la industria de la aguja,
montó una empresa. “Yo fundé una fábrica, porque yo tengo la facilidad de la
mecánica. Entonces, el yerno mío me dijo: ‘¿no te quieres venir para acá? Tengo
una idea de poner una fábrica para hacer mayonesa, adobo, aceite y otros
productos”.
Y así fue. Viajó a Miami, Florida, para tomar las ideas de
cómo estaba la fábrica allá y la montó aquí en Puerto Rico. “Yo dejé allí mi
pellejo completo. Lo dejé porque trabajaba de 6:00 de la mañana a ocho o nueve
de la noche, cosa de mantener los costos bajos de mantenimiento y que salieran a
flote y tuvieran una ganancia”, dijo así, sin pretensiones, ni egoísmos, más
bien, con una mirada sincera.
Tras casi una década en la compañía, quiso probar nuevos
bríos. Para don Juan no hay imposibles. Se fue a Bonnin Electronics, recuerda a
carcajadas, “yo no sabía nada de electrónica. No sabía ni operar una
computadora en venta, allí tuve que aprenderlo todo”.
*****
Suena su teléfono. Don Juan contesta:
- “Eddie, ¿ya tú te vas?”, dice y me aclara que es su hijo con quien está hablando.
- “Papi, necesito pedirte un favor”, se escucha por el altavoz, “voy por la tarde para allá, para que me hagas dos lazos de corbata”.
- “Oye, ¿todavía tú no has aprendido? Está bien, está bien”, dijo con voz paternal don Juan y tras alguna otra conversación, enganchó.
Más allá, del don Juan trabajador, hay un don Juan padre,
esposo, hermano, abuelo. Hay un incansable luchador por el bienestar de los
suyos.
Es natural de Naranjito, pero cuando estaba en octavo grado
su padre decidió mudarse al área metropolitana para que sus hijos pudieran ir a
la escuela superior y a la universidad. Así, se mudan a Santurce, a la
Fernández Juncos, cerca del Hospital Pavía, en la urbanización Hipódromo,
recuerda don Juan con exactitud.
“Entonces, el destino… a Annie [su esposa] le da por irse al
Sagrado Corazón para conocerme a mí. Yo fui al Sagrado Corazón, a terminar la high school allí. Y allí nos conocimos,
nos hicimos novios, y mira, hasta el son de hoy. Tenemos 51 años de casado, eso
lo dice todo, imagínate. No todo el mundo los cumple”, señaló.
Con ella, procrearon cinco hijos y “un paquete de nietos y
biznietos”, añade con cierto tono de gracia.
Sin embargo, rápidamente sus ojos se aguaron. La mirada se
perdió en la memoria y el tono de voz se tornó más ronco y pausado. Don Juan
recordó a su hijo, quien con tan solo diez años falleció por un tumor en los
centros respiratorios.
“Eso se infectó y no se podía tocar. Lo llevamos hasta
Boston, pero no pudieron hacer nada. Poco a poco se fue deteriorando, tú sabes,
al muchacho había que darle la comida por una manguerita directamente al
estómago. Imagínate tú, todos los días ese proceso, estar con él, dándole
oxígeno”, rememoró y cada vez hablaba más pausado, como quien todavía sufre la
pérdida de un ser amado, en este caso, de su propio hijo.
“Luché con la enfermedad de mi hijo, buscando tanques de
oxígenos… buscando la forma de aliviarle, bendito, esa agonía porque eso es una
agonía. Esa noche que murió, yo dormía al lado de él todo el tiempo, entonces
de momento…”, don Juan hace una pausa, inhala hondo, pide disculpas por estar
emocionado, un sollozo y continúa, “no oí la máquina, no la oí. Cuando
despierto, la máquina estaba puestecita donde se pone siempre. Se quitó la
maquinita y se entregó a papá Dios. Murió”.
Hubo un silencio. De esos que dicen mucho. De esos que se
sienten en el corazón. De esos que transmiten la emoción de lo que la otra
persona siente. En este caso más que dolor, era de un profundo amor.
Y este amor lo tiene por toda su familia. Don Juan es el
menor de tres hermanos. El del medio, quien era médico -a propósito, el primero
en tratar con la medicina nuclear en Puerto Rico-, murió hace unos años. Los
ojos se le volvieron a humedecer al recordarlo, la voz casi no salí, pero
alcanzó a decir: “Tengo que ir a visitar al otro hermano mío”. Este, el mayor,
se encuentra en un centro de cuidado, tiene Alzheimer y ya está senil.
*****
- Entonces, don Juan, ¿y qué se lleva de todos estos años?,
le preguntamos.
“Me llevo mucho trabajo y mucho mal rato con empleados. Los
empleados del gobierno no son como los empleados de la industria privada. Aquí
tú no puedes decirle algo que rápido dicen, ‘yo tengo que llamar a mi
representante de la unión’, rápido te salen con esa. Y me mortifican porque
ellos saben que están fallando. Entonces, los empleados no producen lo que
tienen que producir”, declaró con ímpetu.
Sin embargo, el cariño que también le tiene a este edificio
que -inauguró en el 1999- es grande. La mirada no miente y don Juan tampoco.
“Esto ha sido una lucha, ahora es que yo voy a descansar. Ya
era tiempo, ¿verdad?” y cruzó sus manos, esas manos incansables, esas manos de
servicio, esas mismas manos que se han levantado y han hecho patria.
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Original del publicado en Diálogo.
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