Era un oscuro invierno y
su piel canela rozaba con la mía mientras observaba fijamente mis ojos. Me
abrazaba y sentía un frío espeluznante al ver como esas dos piedras preciosas,
tan oscuras como la noche, me observaban con tanta pasión: era un misterio.
Negros, unos ojos
negros, unos ojos que igualaban mentira y desolación, y solo pensar que una mirada
me arrebataría la inocencia y me llenaría de desesperación.
El sentir sus labios
cerca de los míos, el sentir su voz, sentir sus susurros que se volverían en
gustos de lujuria y pasión… Mentira, todo era mentira, y pensar, pensar que
estaríamos juntos hasta la muerte.
Quizás fue afecto,
quizás fue el atrevimiento, el atrevimiento de hacer algo imposible, o quizás
fue la fuerza de un beso. ¿Habrá algo más sensible? ¿Algo más fuerte? ¿Algo tan
mágico? ¿Algo tan inexplicable?
Solo fue el roce de
aquellos dos cueros sobresalidos llamados labios. Un roce, un roce que me
quemó, me costó la vida, me quemó, me quemó el corazón. Tanta pasión me cegó,
una mascarilla de cenizas se posó en mis ojos, mis ojos de cristal, mis ojos de
inocencia, mis ojos de soledad.
Ansiaba tanto el no
estar sola que llené mi vacío con amor incoherente. Mi valor y mi dignidad
trataron de avisarme, pero al observar mi ignorancia, desaparecieron, se
lanzaron por la borda, dejándome experimentar la perdición. Y yo, perdida en un
hoyo de algo prohibido, un hoyo que llenaba mi vaso de agua impura y malgastada
en bajas pasiones, pasiones que saciaban mi soledad perdida y las ansias de tener
algo -o a alguien-… y poder llamarlo MÍO.
Valentina Rosa
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